La historia nos dice que fue en la época de la conquista (1492), con la llegada de Cristóbal Colón a nuestro continente, que se dio la llegada del cerdo doméstico, el cual se crió al aire libre con alimentación muy rudimentaria. Era apetecido debido a su prolíficidad, carne y grasa. Por eso, en cada viaje de los españoles a nuestra tierra, el número de cerdos aumentó en forma considerable, hasta ocupar gran parte en la geografía de nuestro continente. Se convirtió en factor indispensable en la alimentación familiar de los nativos.
Durante muchas décadas, la carne del cerdo ha sido estigmatizada como “nociva” para la salud, porque años atrás fue criado en condiciones desfavorables con pésima alimentación. Se llegó a considerar como el cesto de basura de la cocina. Criado con “aguamasa” o desperdicios, vivía en patios de casas o en potreros al aire libre, donde abundaban las moscas y por consiguiente enfermedades de todo tipo.
Esta situación convertía el negocio de los cerdos en poco productivo y no daba dividendos. Los clientes, (carniceros), se quejaban porque les vendían animales muy obesos y en esas condiciones no era rentable.
Hoy, gracias a las nuevas razas mejoradas genéticamente, pasamos de tener animales con 40mm de grasa a tan solo 16mm. Los rendimientos en canal que estaban por debajo del 73%, hoy se sitúan alrededor del 82%. El tiempo de sacrificio que era de 9 meses como mínimo, actualmente se bajó a 5 meses y medio.
La carne de cerdo actualmente contiene 30% menos de grasa, 14% menos de calorías y 10% menos de colesterol. Aporta hasta 20gr de proteína por 100gr de producto y más del 70% de su grasa esta adherida a la piel. Es una fuente de tiamina, zinc, fósforo, sodio, potasio, hierro y además, es la que menos bases púrinicas origina, pudiéndola consumir pacientes con problemas de ácido úrico o “gota”.